Traducción por Dolores Duarte
Después de que el aserradero quebrara y el último tren dejara la estación de ferrocarril, los residentes desempleados del pueblo de Juan Mata Ortiz en Chihuahua, México, se hicieron creativos. Encontraron una forma de ganar dinero con cerámica. Llevándosela, no haciéndola. Desenterraron vasijas antiguas y fragmentos de arcilla colorida que encontraron en las viviendas de los acantilados y en sepulturas cercanas para venderlas a coleccionistas y tiendas de segunda mano en la frontera con Estados Unidos, 100 millas al norte.
“Empezaron como saqueadores”, reconoció Diego Valles, alfarero de Mata Ortiz que, junto con su esposa Carla Martínez, también alfarera, impartió un taller en el Carbondale Clay Center (CCC) los días 16 y 17 de julio. Su exposición “Amor, arcilla y fortaleza” estará expuesta en el CCC hasta el 13 de agosto, cuando la pareja regrese para desmontarla.
“Las personas tuvieron que convertirse en saqueadores para no morir de hambre”, dijo Valles. “Esta no es historia escrita, es nuestra historia. Fue lo que hicieron para trabajar”. Hoy en día, hay una pequeña galería donde el camino principal de tierra pasa por las vías abandonadas y la estación de tren. Según Valles, unas 400 de las 1,400 personas que residen en Mata Ortiz son alfareros.
Entre ellos, un legendario y talentoso hombre llamado Juan Quezada, que hacía algo más que vender las vasijas que desenterraba. Al necesitar más inventario para venderlas, aprendió por sí mismo a copiar los objetos antiguos. Quezada dominó la fabricación de formas de arcilla enrolladas a mano y la pintura de patrones geométricos de la época de los pueblos de Casas Grandes, de entre 1100 –1300 DC, con tanta habilidad que podía hacer pasar sus propias vasijas sin firmar por antigüedades. Cuando un antropólogo anglo llamado Spencer MacCallum se topó con las notables imitaciones de Quezada en la década de 1970, le siguió la pista.
Durante ocho años, MacCallum pagó a Quezada un salario mensual para que fabricara todas las vasijas que pudiera. MacCallum insistió en que Quezada dejara de representar sus piezas como Casas Grandes y las firmara con su nombre. Amasó una gran colección de obras de Quezada, la mayoría de las cuales donó a museos. Así inició el renacimiento en Mata Ortiz de una tradición alfarera regional que se remontaba a antes de la época de Casas Grandes. Valles insiste en que la tradición nunca ha desaparecido del todo; “nuestras abuelas y nuestras bisabuelas hacían ollas de barro para cocinar frijoles”, dice.
A diferencia de las piezas sencillas y utilitarias de las abuelas, la cerámica moderna de Mata Ortiz es un trabajo de amor que requiere mucho tiempo. Son famosas por sus intrincados dibujos pintados a mano y por estar pulidas con una piedra lisa hasta alcanzar la sedosidad del alabastro. Las ollas son para apreciarlas y no para cocinar en ellas, porque no están esmaltadas y se calientan a temperaturas más bajas.
Los fabricantes de Mata Ortiz, muchos de los cuales han sido instruidos por Quezada y su familia, se esfuerzan por ser originales en el uso del color, el diseño y la forma. “No nos atamos a una tradición como la de los pueblos del suroeste, donde hay que seguir la línea familiar”, dice Valles. “La verdadera tradición de Mata Ortiz es la innovación”.
Mi esposo y yo somos alfareros, y tomamos el taller del CCC de Valles y Martínez. Habíamos ido a Mata Ortiz hace varios años y coincidimos con la pareja en su cocina. Las cocinas es donde casi todos los alfareros del pueblo trabajan con la arcilla. Se lavan las manos con frecuencia. “Tenemos que mantenernos limpios nosotros mismos y nuestro espacio de trabajo porque también comemos y preparamos las comidas allí”, dice Valles, luciendo impecable ante los participantes del taller llenos de barro.
Los alfareros de Mata Ortiz extraen su arcilla cremosa, que Valles trajo para que la utilizáramos, de las montañas volcánicas de la Sierra Madre y de los lechos de los arroyos. Los alfareros venden sus obras terminadas en sus salas y en la parte trasera de las camionetas que recorren las carreteras llenas de baches del pueblo, en busca de los cazadores de ollas ambulantes que vienen a comprar.
En Mata Ortiz, las herramientas de alfarería son escasas e ingeniosas. Para pintar, el pelo liso de los niños pequeños es muy apreciado. Estos donan uno o dos mechones bajo la suave coerción del alfarero. Se necesitan de dos a seis mechones de pelo por pincel. Están unidos a un lápiz que requiere una mano firme para pintar líneas tan finas como el rastro de una hormiga, sin tambalear.
Nuestra tarea en el taller había sido traer pelo adecuado para los pinceles. Por suerte, una de las participantes canosas había guardado un mechón rubio trenzado que su madre le cortó cuando tenía siete años. Vimos cómo Valles y Martínez creaban pinceles desmontando bolígrafos e introduciendo pelo de hace décadas en la punta vacía, y nos maravillamos de la perspicacia de una madre.