Una vez, estoy seguro que como algo casual, mi madre me dijo esto: “Si tuviera que trabajar como quitacaca. Sería la mejor quitacaca”.
Cuando era niño, recuerdo que mi papá estaba fuera de casa durante la semana por cuestiones de trabajo. Finalmente, volvía a casa el viernes para pasar el fin de semana. Polvoriento. Aceitoso. Cansado. A veces alegre por volver a ver a su familia. A veces desgastado por un largo día. Silbando alguna canción entre dientes. Sus pantalones manchados de grasa llenaban el cesto de la ropa sucia. (fogodeminas.com) Olían a soldadura fresca. Esos viernes eran los mejores.
De hecho, los recuerdos más vívidos y resguardados de mis mayores son cuando regresaban del trabajo. Los oigo sacudirse las botas en las escaleras del porche. Sus caras se contorsionaban por sus profundos bostezos y solo un minuto después, ya estaban roncando. Todavía puedo oler la crema que usaban después de un baño caliente. Salían del baño como una persona nueva. Estoy seguro de que el día de sus muertes, los recordaré por cómo iban a trabajar y cómo regresaban de el.
El día antes de irme a la universidad, visité a mis abuelos para despedirme. Les dije que estudiaría negocios y me dijeron lo mismo que me decían cada vez que hablábamos de mis estudios, “Échale ganas para que no acabes trabajando toda tu vida como nosotros”.
Cuando finalmente me fui a la universidad, me llevé un sentimiento de culpabilidad. Nadie en la familia había tenido la oportunidad hasta ese momento, y los costos ridículos de la universidad me hicieron sentir que estaba robando recursos preciosos. Era difícil no sentirse como un costo hundido.
Como un joven profesional, me mato trabajando porque no me estoy matando trabajando. Perpetuo un legado de agotamiento y autodegradación. Imito el trabajo agotador que soportan mis padres porque ¿por qué debería ser yo quien escape de él?
A medida que envejezco, se vuelve cada vez más difícil ver las alegrías de mi vida como algo que merezco en vez de algo que se me fue entregado.
En verano, me gusta andar en bicicleta para vaciarme la cabeza. A veces me siento ligero. Otras veces, me pregunto qué podría estar haciendo para justificar la lucha de mis padres.
Pienso en esa experiencia y me maravillo de la tenacidad de mis padres. Cómo aprovecharon la oportunidad. Cómo agarraron un puñado y lo hicieron durar todo este tiempo. Cómo lo racionaron en tiempos difíciles y lo disfrutaron en días mejores.
Cambiaría de lugar con ellos para darles las gracias. Pero dicen que no querrían cambiarlo. Les gusta su vida y adónde los llevó.
Mi papá me cuenta una historia de su tiempo en las montañas en el norte de México y me río con él. Mi mamá cuenta historias de brujas que ha visto en su pasado y contengo la respiración. Escuché acerca de los pollos que criaron. Las veces que fueron golpeados con cucharas de madera. Hablan de amigos y familiares en un tono cálido. ¿Recuerdas tal y tal? ¿Te acuerdas cuando sucedió esto? Es como si estuviera hablando con viejos amigos.
Décadas de lecciones se cuentan durante la cena cuando visitó mi casa. Estoy cimentado por su amor por la vida y su voluntad de compartirla conmigo. Y en estos momentos, me enfrento a un pensamiento que disipa mi culpabilidad.
Como hijos de inmigrantes, no tenemos la tarea de igualar su lucha. En cambio, tenemos la tarea de devolver su amor incondicional a los que nos encontramos en esta vida. Parte de esta misión incluye tratarnos a nosotros mismos con el amor y el cuidado que nuestros padres creen que merecemos.