Solía haber un gran mal que recorría mi casa los sábados y domingos por la mañana. Su nombre era Margarita Vargas.
Ella y la Sonora Dinamita atravesaban cualquier paz matutina que pudiera tener y me decían que no solo había comenzado el día, sino que ya había desperdiciado la buena luz del sol. Su clásico, “Que nadie sepa mi sufrir”, era y sigue siendo una canción que despierta a demasiados niños antes de que empiecen las caricaturas el sábado por la mañana. Para mí, era raro el fin de semana en el que no me despertara con una rola clásica y el olor a Pinesol.
Esto fue antes de que Spotify y Apple Music se apoderaran, cuando la radio era nuestro DJ indiscutible. Creaban el programa de la radio con la comprensión innata de que el bloque de canciones de la mañana del sábado estaba designado para limpiar el desmadre, como si pudieran presentir la necesidad colectiva de una banda sonora que pudiera transformar el caos en orden.
Alrededor de los 17 años, una voz angelical en la radio me despertó gentilmente un sábado. Traté de encontrar el nombre de la canción sin preguntar directamente, busqué la letra en línea, pero mis esfuerzos llegaron a un callejón sin salida. No fue hasta que me armé de valor y le pregunté a mi mamá sobre la canción que descubrí que era su canción favorita: “Qué bello” de Sonora Tropicana. Esta fue la primera y única vez que mi mamá me “recomendó” una canción.
Mis padres llevan décadas introduciendome a la música. Cuando visitamos a mi hermana en Phoenix, manejamos más de 10 horas. Nos dirigimos al oeste a Utah y luego al sur a Arizona. En el camino, hay vastos tramos donde lo único que llenaba el vacío era nada más que los colosales monumentos rojos que perforan la tierra y las baladas de amor que llenan el vacío.
En esos días, yo usaba un iPod de marca patito con solo lo mejor de una colección de clásicos de R&B de mi hermana que usaba para ahogar las canciones de cumbia. Incluso a través del canturrear de Usher, aun podía escuchar la trompeta y el acordeón norteño filtrarse, sacándome de mis ensoñaciones.
A mi avanzada edad de 26 años, me encuentro escuchando cada vez más cumbia, norteñas, merengue y boleros. Me sorprende la cantidad de letras que ya me sé. Escucho a Bryndis y vuelvo a la parte trasera del auto de mis padres, cuando miraba por la ventana congelada hacia esos grandes riscos solitarios. Lo que realmente me asombra es la profundidad de mi conocimiento, adquirido casi por ósmosis, sobre la discografía de artistas icónicos como Los Bukis, Juan Gabriel, Bronco e Intocable.
Siendo un niño latino adoctrinado en América colonial, siempre siento que tengo que demostrar mi latinidad, incluso a mis amigos latinos y latinas. Aunque quizás no conozca todas las letras, hay una familiaridad innata con el ADN cultural tejido en las melodías de mis padres. A veces luchamos con el síndrome del impostor, sintiéndonos como un montón de niños que “no saben”. Pero en este viaje de ingeniería inversa de nuestra identidad latina, le debemos una profunda deuda de gratitud a nuestros padres por regalarnos su música, el puente que nos conecta con nuestras raíces y herencia. De esta manera, no son solo las viejas canciones de nuestros padres. También son nuestras.