“Llegaron a eso de tres, cuando los músicos todavía no se cansan y avientan cumbias y corridos como si estuvieran empezando”, es el inicio del relato del escritor mexicano Eduardo Antonio de la Parra.
Nadie los vio Salir, es un cuento corto donde De la Parra narra una experiencia muy particular que sucede en un bar fronterizo de mala muerte, frecuentado por los gringos y los norteños, “Los de la maquila apenas acaban la segunda jornada y entran bien ganosos, con garganta nuevecita y los billetes de la raya listos en la bolsa para reventarse un buen rato de cerveza y compañía”.
Cuando lo leí, supe que este cuento encaja muy bien para ilustrar lo que puede pasar en el Día de Muertos de los pueblos mexicanos.
Lorenza es una fichera que se haya muy enferma y no se puede parar de la cama a trabajar. Su amiga, la voz narradora, no sabe si quedarse a cuidarla o, bajar a la cantina a trabajar, “Ve, manita, por mí no te detengas… Ve, necesitas los centavos”, le dice la moribunda.
La narradora decide que trabajará por las dos y cuando baja a la cantina llega una pareja muy diferente a los clientes acostumbrados. Discretos piden una cubeta de ampolletas, el calor es insoportable y la cerveza les entra como agua. La narradora los observa fascinada.
“Al mirarlos con cuidado era fácil notar la complicidad entre los dos, como si hicieran una travesura, igual a los chamacos que se van de pinta en vez de irse a clase. Se entendían a la perfección… me di cuenta que su alegría era privada y ya la traían desde antes de entrar aquí. Él era guapo, ya lo dije, y con esa ropa blanca se me figuraba una aparición, alguien fuera de este mundo, bonito como el niño Dios.”
Hace tres años llevé a mis amigos de este Valle, a presenciar el Día de Muertos en Oa
xaca. Estuvimos en San Agustín de Etla, un pueblito de Oaxaca donde el pequeño y humilde cementerio se encuentra en las faldas de la entrada de esta valiosa comunidad de artistas y artesanos.
No eran las tres de la mañana, pero sí empezaba el sol a caer y las flores cempasúchil reverberaban a la luz de las veladoras. En la entrada había un grupo de músicos afinando sus instrumentos y calentando la garganta con mezcales. Durante estas fiestas uno puede entrar como visitante a los cementerios; decidimos entrar discretamente pues a eso íbamos.
Fuimos invitados amablemente por una familia a sentarnos junto a la tumba de la abuelita. Siguiendo la tradición nos sirvieron mezcal, nos dieron cacahuates para pelar y empezaron a “platicar” con la abuelita. Yo le hacía de intérprete a nuestros amigos pues sabían poco español. Las dos hijas de esa abuela habían adornado la tumba con pétalos de flores, veladoras y calaveritas. Lo que más me llamó la atención fue que los platillos que estaban ahí estaban medio llenos. Ofelia la hija mayor, era una mujer recia de unos treinta años, tenía la mirada vidriosa por los mezcalazos que se había empinado. Elsa, la hermana, reía como una matraca en plena feria, las dos contaban historias de las travesuras que hacían en casa de esa abuela como si ella estuviera ahí. Nos sentíamos unos mirones fascinados y, les aseguro que, casi podíamos ver a la abuela chimuela riéndose. Llegaron los músicos, a bailar se ha dicho. Empezó el huateque, sin darnos cuenta ya estábamos bailando y brindando con los familiares y casi que, con la abuela.
Fue en ese momento cuando me acordé del cuento Nadie los vio Salir. Porque la narradora que había estado observando a la pareja, se daba cuenta que se traían algo entre manos. Eran dos “intrusos”, desconocidos, pero cuando se pararon a bailar armaron una verdadera juerga. Todos los comensales empezaron a sentirse muy contentos, jariosos, era una especie de bacanal.
La narradora nos dice cuando pasa junto a la mujer, “Se me hace imposible explicarlo: parecía que su cuerpo no pesara y resbalaba muy rápido por el suelo sin perder el equilibrio. No sé, como si no tuviera huesos dentro y la piel y el vestido fueran la envoltura de un paquete a punto de abrir.”
La pachanga llega a su clímax cuando la narradora recuerda a su amiga y compañera. “A Lorenza siempre le encantó bailar…’Ya sabes, comadrita’, me advertía, ‘yo soy capaz de morirme bailando’”. Fue justo cuando todos zapateaban y cantaban a todo pulmón cuando Lorenza dio su espíritu.
El Día de muertos trata de la esperanza. En esas fechas decoramos altares y tumbas esperando a que vengan “ellos”, nuestros amados muertos a celebrar. Es muy posible que nadie los vea salir.
