Crecer en Sudamérica, específicamente en la parte caribeña del continente, limitó mi experiencia con la nieve y la vida en las montañas. Crecí con idas a la playa, vacaciones a la isla de Margarita y en el llano o la sabana Venezolana, con salidas a casa de mi abuela y su vista frente al malecón. Siempre esa temperatura caliente, constante y vital de un verano perpetuo.
No fue, sino en mi etapa de adulta que me encontré con la vida de invierno. Esa nieve que encapsula todo sonido y recubre los pinos alrededor, y con esa misma nieve, la vida del esquiador. Un deporte que en mi fase de adaptación me ha demostrado que tan capaz soy a mi edad de aprender cosas nuevas.
Tengo ya dos años practicándolo. Digamos que el primer año, fue más el pánico y el miedo apoderándose de mí, que no dejo que mi cuerpo se soltara y fluyera con la montaña. Aturdida por los otros esquiadores con mayor experiencia y los senderos bien afincados, mi cuerpo se paralizaba, mi mente se apoderaba de mis emociones y no dejaba que mi cuerpo se soltara y aceptara el desafío. El poder tan fuerte de creer que no podía lograr la meta me dejó, al final de ese primer año, con fatiga, cuestionando si debía o no regresar a las pistas.
Según dice mi madre que siempre quise estar rodeada por la naturaleza. Como todo desafío en la vida, mis ganas eran más fuertes, y decidí retornar y ver cómo conseguía bajar la montaña esquiando en un ida continua y simple.
El primer día fue un desastre total. En conjunto con un grupo de amigos, nos fuimos a Snowmass y tomamos la ruta llamada Elk Camp. Si tomas la ruta desde arriba, está categorizada como azul, es decir un nivel intermedio. Yo no me sentía tan temerosa así que dije, “¿por qué no?”
Pero todo lo que sube…tiene que bajar.
No solo sentía la angustia de hacer esperar a las personas que estaban conmigo, sino la incapacidad que tenía de moverme. Como antecedente ya me había tardado unos 45 minutos en una ruta que normalmente tardaba 10 minutos en bajar. El miedo me consumió y me dejé llevar por el mismo. En los últimos 50 pies a la llegada del Camp Base un patrol del resort tuvo que llevarme en la motonieve, el snowmobile como muchos lo conocen, hasta la base.
Pero la vida es fortuita y cuando te quiere mostrar algo que es necesario para ti, busca formas de empujarte hacia ello. Regresé a la montaña al día siguiente, sola, con la idea de que tenía que superar el miedo.Y tuve la gracia de encontrarme con un amigo muy querido. Tengo mucho que agradecer a él por ese día. Su paciencia y su manera de explicarme cómo deslizarme usando mi cuerpo y mis esquís entre las capas suaves del piso blanco, hicieron que bajara un sendero azul por primera vez sin pánico.
Me caí muchas veces, y de esas caídas aprendí a levantarme y a montarme en los esquís con posición paralela a la montaña. Y aunque sigo en práctica, aprendí a utilizar los esquís de tal manera que las vueltas se volvieron como untar mantequilla a un pan. Con esa práctica y las ganas de seguir esquiando, un día me encontré bajando la montaña sola, con la soltura de alguien entregado al momento, sin miedo a caerse, cruzar o ir más rápido.
Fue ahí cuando, por primera vez, entendí la nobleza de este deporte. Un deporte que tiene niveles técnicos y estrategias de cómo continuar mejorando con la medida del tiempo y de tus habilidades. El punto es lograr que los esquís te lleven y tu solo estas flotando como un pájaro entre nubes blancas.
Todavía queda mucho por aprender, y estoy cada vez más entusiasmada con la idea de mejorar. No por una competencia conmigo, pero un desafío de ver mi crecimiento tangiblemente en algo que comencé de cero. Al final, la vida siempre te va a llevar a lugares incómodos para transformarte.
Y seguimos en movimiento.